Noche de Lobas (2019). Finalista del premio Azorín

Capítulo 1.

Desde que Jacinta se marchó nada se supo de ella hasta aquel mediodía de invierno. Ni los más viejos del lugar, ya casi todos en ese pueblo inhóspito, recordaban unos pechos de ese porte ni una estación tan disparatada. Un diciembre tibio y soleado que no alteraba el paisaje de la plaza tal y como lo recordaba cuando se fue. Observó así de reojo una hilera de boinas que exhaló a su paso una marea de murmullos, carraspeos y chasquidos de lenguas. Sentía esos ojos clavados en su culo igual que una garrapata en el lomo de un perro lustroso. A punto estuvo de darse la vuelta y enjaretar un desplante. Finalmente caviló que ya tendría ocasión para ello. Además, llevaba prisa. En un par de horas llegaría el camión de la mudanza. Un quejido de bisagras jaleaba sus pasos. Entre las rendijas de las ventanas se turnaban los husmeos del vecindario. Al menor sobresalto se escondían como un cuco en la guarida de su reloj. Jacinta ya no aguantó más el escrutinio y se encaró con una de las chismosas con un espasmo de barbilla. El aspaviento hubiera servido igual para citar a un miura o para provocar, como fue el caso, un acobardamiento de la fisgona. Hiaputa, masculló al tiempo que se recolocaba el bolso debajo de la sobaquera y se subía el pantalón de lycra. De tan ajustado parecía que se lo había puesto de niña y aún no se lo había quitado. En el interior de la cocina, una vez trancada la contraventana a causa del exabrupto, se oía de nuevo el eco de un batir de huevos. La novedad de la forastera ⎯o por ello la tomaban⎯ había alterado la habitual rutina.

No había llegado todavía a su nueva casa y el arrepentimiento por su huida, forzada por las turbulencias de su existencia, ya le pesaba más que un saco de escombros sobre la espalda. A esas horas no sabía si estaba en busca y captura como cómplice de un delito, pero tenía claro que no necesitaba juez alguno que le condenara. Se bastaba ella misma con esa maldita costumbre de enamorarse del hombre menos apropiado. No conocía a nadie tan capaz de tropezar en la misma piedra tantas veces como para convertirla a puntapiés en arena de playa. Solo el anonimato que le procuraba, al menos de momento, casi cuarenta años fuera de su pueblo y tanta silicona dentro de su cuerpo aliviaba esos síntomas de asfixia. En buena parte esa fue la causa que le llevó a saltar desde la ventana de su alcoba aquella noche tórrida en busca de una brisa de libertad. La otra fue que quería ser starlette del cinematógrafo. Tantos sueños para acabar recién pasada a la reserva en su oficio por exigencias de la edad. Tantos suspiros por un futuro mejor para reencontrarse de nuevo con ese islote de su infancia sepultado bajo un vendaval de hastío. Ese fue el motivo que le empujó a buscar mundo más allá de los matorrales y cagarrutas de cabra que delimitaban las fronteras de Villatorroba de la Olmeda. Era como si los años arrugaran los rostros de sus habitantes, pero fuesen incapaces de modificar los surcos del amodorramiento secular de esas tierras. Ahora se accedía al promontorio sobre el que se enclavaba a través de unas carreteras secundarias. Frente a los caminos pedregosos que tuvo que transitar en su huida no merecían ese menosprecio administrativo. Sin embargo, una vez allí, lo mismo daba llegar en una limusina que en una carreta de bueyes. La sensación de quietud resultaba idéntica. Por eso se fue casi con lo puesto.

Del porqué volvió con más baúles que la Piquer nadie sabía. Tan solo ella. No llegó a starlette. Ni siquiera a ser actriz, pero a menudo pensaba que muchas películas se antojaban anodinas al lado de la trama de su vida. Tanto como aquel prospecto que, para sobrellevar la penitencia, se aprendióde memoria de tanto leerlo en elretrete. Quizás esa herencia genética tuvo algo que ver en su fracaso. Por más empeño que pusiera para consolar su escozor y su fracaso le resultaba imposible imaginar a Greta Garbo con almorranas ¿Quién te podía considerar divina con un padecimiento tan ordinario? Lo suyo con Greta era auténtica devoción. Se pasaba las horas muertas viendo cómo sus pasos se mullían en el suelo igual que si caminara sobre charcos de algodón o levitara por encima de la vulgaridad de los mortales. Le fascinaba el azul de sus ojos. Su pelo largo y sedoso en el que deseaba trazar con sus dedos ondas caprichosas. Un día lo intentó mientras escuchaba la radionovela recostada en la mecedora. Greta soltó un bufido que interpretó como toda una declaración de principios. Desde entonces no amagó más que alguna liviana caricia cuando se despistaba tras el rastro de una mosca o se desperezaba después de un plácido sueño. Greta era una gata persa y arisca. Mucho más arisca que persa puesto que, pese a su remoto origen geográfico, había nacido en una corrala. Quizás fue ese estigma social la mecha que agrió su carácter. De natural esa raza pasaba por ser tranquila y cariñosa.

En su caso ni una cosa ni otra. Era mala y dañina, aunque, con todos sus defectos, la quería sin condiciones. Lo mismo le pasaba con su Sebas. Él y la gata no se podían ni ver. Más de una vez estuvo a punto de cumplir esa amenaza latente cada vez que entraba en la buhardilla y le recibía con un bufido. “A esta cabrona un día le meto otro sartenazo en el hocico”, vociferaba. Mientras, Greta, como si le entendiera, se erizaba encima del sinfonier o se anclaba al sofá con sus garfios afilados. En otras ocasiones exhibía sus incisivos y rebotaba de una pared a otra poseída por mil diablos. No es que le hubiera arreado ya sino que, la primera vez que la vio y después de burlarse de ella, atribuyó su chatedad a ese sartenazo que tanto anhelaba propinarle. Al menos tanto como su enemiga ansiaba dejarle la cara como un ecce homo a ese tipo. Lo cierto es que él tenía como mínimo tantos centímetros de nariz hacia fuera como ella hacía dentro. Sebas era narigón. O eso o su apéndice despuntaba más de lo normal en su rostro enjuto que le daba un aire enfermizo. Hasta tal punto que no faltaba quien, con aparente desvelo por su salud -que no era más que ganas de comadrear- le inquiriera sobre la delgadez de su novio o lo que fuera.

“Sí -solía responder ella con desparpajo- está muy flacucho porque la carne más gorda la tiene más abajo”. Aquellas que resolvían el enigma,muy pocas, se despedían con un visaje de desdén. Otras seguían su camino con una sonrisa bobalicona sin descifrar a qué se refería esa lagartona. No faltaba a la verdad. Si bien la nariz chocaba por sobresaliente no era lo único que descollaba en la anatomía escuchimizada del Sebas. Ella daba fe. Con esas credenciales no era de extrañar que, ya experimentada en el oficio, no le importara llevarse trabajo a casa. Y eso que él tardó en ser consciente de lo que tenía entre manos. Sobre todo, cuando evacuaba la vejiga. No era por humildad sino por desconocimiento. Hasta que le llamó a filas el ejército carecía de referencias fiables. Como mucho se limitaban a esas gamberradas de chavales que se burlan del tamaño de sus mingas a la vez que trazan curvas alocadas con el chorrillo de orina. Sin embargo, en las duchas del cuartel de regulares de Melilla el rango del muestreo ya resultaba significativo. Por tanto, el margen de error mínimo. Y allí quien no lo hacía movido porla envidia lo hacía por el vicio. De todo había,pero nadie se sustraía a observar, aunque no quisiera, ese prodigio de la naturaleza. Bien es cierto que de natural tenía poco. El recluta Sebastián Corrochano precisó no obstante de un suceso esclarecedor para descodificar esa revolera.

Tuvo que ser La Pimiento, por aquel entonces Marcial Belinchón Palomar a efectos castrenses, quien le disipara las dudas. Como quiera Dios que lo que te da por un lado te lo quita por otro, a Corro, que con esa apócope se le conocía en la mili, el riego no le alcanzaba para la carburación de todos sus órganos. Si era capaz de avivar la boa que anidaba en su entrepierna se entendía que, a causa del bombeo, anduviese escaso para la nutrición de sus meninges. Acaso por ello no se le ocurrió más que increpar a Marcial cuando, con la esponja estrujada en su mano a causa de los nervios, ya llevaba unos segundos con los ojos como neumáticos de tractor. ⎯¿Qué coño miras?, le espetó iracundo. Belinchón, ya fuese por la ingenuidad de una pregunta de respuesta tan obvia, por su ofuscamiento ante aquel ser superdotado o por su corpulencia frente a ese, por lo demás, individuo chupado y alfeñique, apenas se inmutó para replicarle con un tono tan histérico que pareció el graznido de una urraca. ⎯¡Qué coño ni qué coña, nena!, eso es un pollón, un señor pollón. Te lo digo yo, nena, te lo digo yo, un señor pollón… La revelación a voz en grito de ese pensamiento colectivo desató las carcajadas contenidas de la tropa. Incluida la retardada del Sebas. Colorado más que una nécora a pesar del agua gélida se sumó a la algarabía. Lo hizo en cuanto asimiló que, lejos de ser un desdoro, se acrecentaba su fama de macho. Al menos tanto como la de Marcial de bujarrón. Y ni a uno ni al otro les importaba. Con los meses hasta se hicieron inseparables. Siempre, eso sí, desde el respeto a su retaguardia tal y como Corro, ya interiorizado el vocabulario militar, le hizo jurar por su honor.

No obstante, a pesar de sellar sin rechistar esa promesa, y de la confianza que se suponía inherente a la recién nacida amistad, cuando a su compadre le tocaba imaginaria no había forma de que pegara los dos ojos a la vez en toda la noche. Temía que, al abrigo de la oscuridad del barracón, quebrara su compromiso para acometerlos tocamientos y succiones con los que le aturullaba en tono de broma. O eso juraba, aunque él ⎯que a esas alturas suponía valor en Marcial para eso y para mucho más⎯ se lo tomaba muy en serio. “Eso sí que son maniobras, nena”, le decía con esa coletilla que no apeaba así le matasen. Por el contrario, muchos quintos se hacían los dormidos justo para que se rindiera en las trincheras de la tentación. El caso 6 fue que, para asombro del cuerpo de cabos, el recluta Belinchón se prestaba voluntario a ese servicio de vigilancia con la coartada del insomnio que le provocaba la enorme responsabilidad de servir a la patria. Jacinta le conoció en el entierro del Sebas. En realidad, le conocía de antes, pero aquella fue la primera vez que le vio cara a cara. Allí estaba plantado como un ciprés más entre tantos. Dos lagrimones que le habían corrido el rímel hasta parecer que tuviera por ojos dos ciénagas de alquitrán descomponían su rostro hierático. Aunque se antojara disparatado, esa mujerona no podía ser otra que ese Marcial de quien le habló su ya difunto. Tan alto o más de lo que esperaba, pero sin privarse de unos taconazos que se sumergían en el barrizal que se había formado en el cementerio con esa lluvia rabiosa de otoño.

Por aquel entonces ni Marcial se hacía llamar así bastaba observarle para darse cuenta de la improcedencia ni ella se hacía llamar Jacinta. Lo suyo venía de muy atrás. Tanto que desde que salió de Villatorroba intentaba en lo posible que nadie conociera su auténtica identidad. Le avergonzaba su nombre por considerarlo palurdo para sus aspiraciones. Los policías, indiferentes al lastre onomástico, se lo exigían con desgana para redactar el parte. Luego la costumbre suprimió ese trámite. Hasta para los servidores del orden, siempre severos con la ley y desvelados por el decoro en aquellos tiempos rancios, se convertía en un engorro pedirla cédula de identificación a quienes entraban y salían de la comisaría como Pedro por su casa. De todos modos, se armaba tal alboroto con las redadas que su ruego para que el agente no proclamara su nombre a los cuatro vientos delante de esa cofradía de fulanas, proxenetas, descuideros, borrachos, vagos y maleantes resultaba ineficaz por innecesario. Ninguno lo hubiera escuchado entre la vocinglería de aquellos que se declaraban inocentes y de quienes amenazaban con recurrir a un familiar bien relacionado o a un abogado de pago ante esas tropelías gubernativas. Jacinta Gandarillas Expósito renegó de su fe de bautismo nada más rebasar el último mojón de su pueblo.

Desde que recompuso su maleta remendada sobre la que cayó cuando se arrojó del alféizar de su ventana no hizo otra cosa que rumiar un apodo artístico. No le valía cualquiera. Tenía que ser uno que luciera en los carteles pespunteados de bombillas de la Gran Vía junto al de algún galán de la época. La temperatura no ayudaba a espolear su inventiva. Menos aun cuando se cocía dentro de su único abrigo. Por razones de espacio no pudo meterlo en el equipaje. En buena parte estaba ocupado por las bragas de ganchillo que le tejía su abuela en la mecedora. Por esas paradojas de la vida la prenda que, a causa de su oficio, menos echaría de menos. A la abuela, por el contrario, la extrañaría mucho. Lo que más le retraía de irse era calibrar la tristeza de la yaya al enterarse. No hubiera soportado sus lágrimas. Por eso se aliviaba la conciencia fabulando su alegría cuando le enviara el primer recorte con su fotografía en una de esas revistas atrasadas que hojeaba en la casa de la peluquera. Estaba convencida, o eso prefería pensar para edulcorar su conciencia, de que el disgusto se vería recompensado con el orgullo de presumir de su nieta mientras le fijaban los rulos o le rociaban de laca. No recordaba una noche tan calurosa como aquella del mes de julio. Notaba cómo las gotas de sudor le provocaban un cosquilleo al descender por ese canalillo ya casi navegable por su tamaño desde muy moza. A pesar de sus ruegos para que no lo hiciera, ya se encargaba su madre de pregonar lo desarrollada que estaba su niña para la edad que tenía. Algo que, para las mujeres del pueblo, hartas de los humos que se gastaba la Agustina ⎯en eso y en otras muchas cosas⎯ apenas suscitaba un hastiado bisbiseo.

Sin embargo, en los hombres despertaba vivo interés. Acaso no fuera ajena la turgencia de los pechos de la Jacintita que, por sí solos, corroboraban las teorías de Agustina Expósito sobre la evolución de la criatura. En más de una ocasión las brevas de la chiquilla del Genaro fueron motivo de aspavientos y de acaloradas conversaciones en la tasca. La entrada del aludido para tomarse un chato antes de regresar a la faena segaba de raíz los murmullos. Nadie en su sano juicio hubiera querido tener problemas con el Gandarillas. Tenía muy mal vino. Tampoco es que sobrio fuese jacarandoso. De común tiraba más a huraño, pero cuando se le atoraba el gaznate con el tintorro estar a menos de un kilómetro de él se antojaba muy poco prudente. Solo Agustina estaba capacitada para primero acercarse a él y luego domeñar a la bestia que le poseía siempre que soplaba más de la cuenta. Era tal la frecuencia que la alimaña y él se habían hecho uña y carne.

Cuando la borrasca amagaba con tempestad, Sandrín, el hijo del tabernero, corría a la casa de la señá Agustina para avisar de la trifulca. Apenas se secaba las manos en el delantal, pues siempre andaba enfangada con sus labores, se encaminaba al bar del Ambrosio. El chaval, sin embargo, se hacía el remolón para ver si, con motivo de la voz de alarma, Jacintita se asomaba al balcón ligera de ropa. Debido a su bizquera podría mirarla sin que adivinara si se dirigía a ella o al campanario. En el primer caso hallaría una coartada inmejorable para cascársela, aunque, con su afición, lo mismo le valía la veleta que coronaba la iglesia del pueblo. Una vez ganada la puerta, su esposa se presentaba sofocada ante los parroquianos. Un abisal suspiro le procuraba energías para poner los brazos en jarra antes de enfrentarse a ese morlaco. Tampoco le hacía falta mucha ceremonia. Nada más adivinar su rotunda silueta entre las brumas etílicas el Gandarillas se tornaba manso. Recuperado su ser regresaba entre juramentos a su hogar humillado y tambaleante. No obstante, nadie osaría no ya acusar sino tan siquiera cavilar que, a causa de esa inmediata entrega de armas, estaban delante de un calzonazos. Cualquier mortal, al confrontar la mirada con la de esa mujer, hubiera obrado del mismo modo. Ese ceño torvo estremecía el alma. Por algo decían que tenía algo de bruja. Al Genaro se lo iban a contar. A él que se quedó hechizado nada más verla. Fue en aquellas fiestas ya lejanas de la Virgen de Agosto. Únicamente tuvo que girar el cuello intrigado por el origen de una carcajada que explotó a su espalda con el estruendo de un barreno.

Aquella muchacha angelical festejaba que le hubiera tocado en la tómbola un oso de trapo que lanzaba al aire para alborozo de ella y de sus amigas. Un corro de moscones se sumó al jolgorio como excusa ya que su cometido se ceñía a no perder ojo a los forasteros. Entre ellos estaba Genaro a quien escudriñaban con esa hostilidad que precedía al paseíllo hasta el pilón. El Gandarillas, aturdido por el alcohol, ni reparó en el peligro. Menos aún ahora que se notaba más atolondrado a causa de esa muchacha rubia y espigada quien, percatada de su interés, se lo reintegraba con muecas de picardía. Agustina ya gastaba de adolescente ese torvo mirar que lo mismo acongojaba hoy a los clientes de la taberna que anteayer ponía el estómago del revés a cualquier pretendiente. A ese don atribuyó el deseo de regurgitar que le sobrevino para mofa de sus compinches. Éstos, ajenos a su deslumbramiento amoroso, le afeaban no saber beber como un hombre. Muy a su pesar, pues desconocía si a su regreso ella seguiría allí, se echó la mano a la boca y huyó a un lugar más discreto sobre el que arrojar esa lava repulsiva que serpenteaba veloz como un cohete por su gaznate. Genaro había caído esa noche en Villatorroba de la Olmeda por casualidad. Como ocurría todo en la vida. Así pensaba entonces y jamás mudó de parecer.

En general se trataba de un hombre de pocas pero firmes decisiones y certezas. Una de ellas que esa muchacha, a la que no quería evocar mientras expulsaba la bilis por la indignidad de conjugar ambas acciones, se convertiría en su esposa. Ni siquiera sabía su nombre, aunque sí que sería la madre de sus hijos. No se lo diría de inmediato por no espantarla de su lado, aunque estaba seguro de que si así fuera el azar volvería a unirlos. Otra de sus escasas convicciones infería que nadie tenía la potestad de esquivar su destino. Y el de ellos se acababa de hilvanar de modo irremediable. Mientras, en el cielo estallaban unos lánguidos fuegos artificiales y él, ya aliviado por arriba, procedía a hacerlo propio por debajo de la cintura. Cuando terminó de mear, a pesar del tenue fragor pirotécnico, el resplandor le bastó para darse cuenta de la abertura de su bragueta. Dos roeles de orina estampaban sus pantalones ya de por sí ajados. Al comprobar el desaguisado un escalofrío le sacudió a pesar de la sofocante noche. No podía regresar con ese aspecto de gañán.

Quizá ella ya no estuviera o, de estar, no se daría cuenta pues no se antojaba previsible que le observara la huevera. Sin embargo, el riesgo, junto al miedo a ser ridiculizado, le impelió a seguir agachado. De esta guisa sopló y abanicó los islotes de orín con el fin de agilizar su secado. El esfuerzo le generó un mareo tal que se derrumbó de espaldas. Y de ese modo, con las mismas trazas que si se hubiera caído de la rama de un alcornoque, se quedó dormido sobre un lecho de hierbajos sin haber culminado la tarea, expuesto a esas burlas que quería evitar a toda costa. Y así fue como se lo encontró Agustina cuando ya iba de recogida a casa. Su hija supo de eso mucho tiempo después. Fue una tarde en que, a la vuelta de la escuela, encontró a su madre muy locuaz. Estaba asando castañas sobre el fogón al tiempo que se regaba unos lingotazos de orujo sobre una rebanada de la hogaza. “Allí le dejé despanzurrado, todo el que pasaba a su vera le señalaba y se reía de él”. “Luego volvió a buscarme un domingo al pueblo todo avergonzado, claro”. “Tenías que haberle visto”, repetía para sí misma con una sonrisa confeccionada con hilos de alcohol y nostalgia. “Tenías que haberle visto”...

Y Jacinta, a fuerza de tanto insistir, trataba de hacerse una idea. No lo logró en toda su dimensión hasta años después cuando, ya en un cine de la capital, se quedó embelesada mientras Rick le recordaba a Ilsa el día en que se conocieron en París. Poco después, no supo bien por qué pues nada tenía que ver una cosa con la otra, le sobrevino ese pasaje de su niñez. “Los alemanes iban de gris”. “Tú ibas de azul”. En Villatorroba los paisanos iban de negro y su padre, en fecha tan señalada, con los pantalones meados y un lamparón de vómito en la pechera. Por esos detalles y muchos más que ni quería evocar, ella aspiraba a ser como Ingrid y encontrar a un hombre como Bogart. A ser posible, y puesta a pedir, un poco más alto.