Habrá que convenir que la decisión de Mazón de dimitir puede ser de todo menos precipitada. Se ha tomado un año para que la cara se le caiga de vergüenza. Claro que, bien pensado, para eso hay que tenerla. Y no es el caso. Dice este sujeto que ya no puede más ¿Y los familiares de las víctimas? ¿Podrán olvidar en su vida que mientras lo suyos se ahogaban él estaba de plácida sobremesa y hasta tenía tiempo de ejercer de caballero y acompañar a la periodista al aparcamiento?
No es que no pueda, es que sabe que la declaración de Vilaplana le iba a dar la puntilla. Y por si acaso, se queda de diputado, es decir de aforado. O sea que no puede más, pero hace un esfuerzo. Uno se pregunta qué esperaba cuando fue al funeral ¿Que le hicieran la ola? Cómo sería la cosa que hasta Feijóo se desperezó. A buenas horas. En este episodio de apalancamiento al poder tan nauseabundo no hay dicha buena que valga, aunque se actúe tarde. Feijóo no ha intervenido antes porque tiene tanta confianza en su predicamento dentro del partido como un servidor en resolver un logaritmo neperiano. En concreto, menos que nada.
El papelón de sus secuaces en el Senado preguntando al presidente Sánchez asuntos de estado tales como cuántos pasajeros iban en un Peugeot, mientras todavía cerraban filas con el hoy dimitido pasará a la historia de la ignominia política. Es tanta que hasta surge cierta admiración al sopesar cómo se puede tener tanta jeta y dormir tranquilo. Cómo se puede, por ejemplo, acusar de manipulación y partidismo a TVE cuando, mientras miles de valencianos y valencianas se echaban a la calle a pedir la dimisión hoy anunciada, el canal público autonómico emitía una corrida de toros. Para eso hay que tener tanto o más valor que para ponerse delante del morlaco con la salvedad de que, en este caso, el riesgo lo corre la ciudadanía que, encima, es la que paga.
Mazón y Vilaplana. Qué tiempos aquellos.