Todo mereció la pena
La nostalgia me devuelve el olor a tiza, el vuelo de la bata abierta de don Urbano galopando entre los estrechos pasillos que dejaban los pupitres. Un mundo que no parecía tan grande en aquel mapa de papel más abarquillado por los lados que achatado por los polos. El bullicio del recreo que reverberaba entre aquellos muros carcelarios. Sin embargo, con un libro me sentía libre. Era mucho más que un juego de palabras. No con cualquier libro. No con el de matemáticas. O el de matracas en versión de los damnificados por esa asignatura que ese don Urbano —calvo y con una nariz ganchuda que soportaba en su extremo unas gafas de Gepetto— impartía como si fuera un sargento de marines. Que te sacara a la pizarra, señalándote con un índice acusador al grito de “a ver, usted, salga al encerado”, te hacía calibrar el terror que se debía sentir ante un pelotón de fusilamiento.