Todo mereció la pena

La nostalgia me devuelve el olor a tiza, el vuelo de la bata abierta de don Urbano galopando entre los estrechos pasillos que dejaban los pupitres. Un mundo que no parecía tan grande en aquel mapa de papel más abarquillado por los lados que achatado por los polos. El bullicio del recreo que reverberaba entre aquellos muros carcelarios. Sin embargo, con un libro me sentía libre. Era mucho más que un juego de palabras. No con cualquier libro. No con el de matemáticas. O el de matracas en versión de los damnificados por esa asignatura que ese don Urbano —calvo y con una nariz ganchuda que soportaba en su extremo unas gafas de Gepetto— impartía como si fuera un sargento de marines. Que te sacara a la pizarra, señalándote con un índice acusador al grito de “a ver, usted, salga al encerado”, te hacía calibrar el terror que se debía sentir ante un pelotón de fusilamiento.

Leer más »

Melodía de arrabal

Fantoche se había ganado a pulso el mote. Por si alguna duda quedaba, un día apareció a bordo de un 14-30 fu azul marino sin tubo de escape que atronaba entre las chabolas del arrabal. Más que a bordo iba sumergido ya que era bajo, tirando a profundo, fibroso y nervudo. Si lo veías venir de frente apenas se distinguían tras el parabrisas sus manos de nudillos magullados al volante y un flequillo díscolo que le caía sobre la frente con los frecuentes traqueteos del coche en esas calles inhóspitas. Al choro que una mala mañana -de esas que mejor no levantarse- le quiso birlar el radiocasete no le dio tiempo a ver ni siquiera de dónde le llovían las hostias. Fantoche, que a fuerza de tanta pelea se había convertido en un fino estratega, le rebasó como si no fuera con él y allí le dejó de rodillas, con medio cuerpo fuera y el otro dentro del coche, mientras manipulaba el cableado del loro. Se encendió un cigarrillo, costumbre que había adquirido como preámbulo de la batalla, desanduvo con sigilo sus pasos y, cuando el tipo más embebido estaba en su fechoría, aquel Bruce Lee de extrarradio pateó la puerta con tanto brío que por poco le parte en dos. Hasta que aquel desgraciado pudo huir le cayó una solfa de manotazos y patadas. Su vena del cuello adquiría en esas trifulcas un grosor de gasoducto.

Leer más »