Todo mereció la pena

Publicado el 3 de junio de 2025, 16:16

La nostalgia me devuelve el olor a tiza, el vuelo de la bata abierta de don Urbano galopando entre los estrechos pasillos que dejaban los pupitres. Un mundo que no parecía tan grande en aquel mapa de papel más abarquillado por los lados que achatado por los polos. El bullicio del recreo que reverberaba entre aquellos muros carcelarios. Sin embargo, con un libro me sentía libre. Era mucho más que un juego de palabras. No con cualquier libro. No con el de matemáticas. O el de matracas en versión de los damnificados por esa asignatura que ese don Urbano —calvo y con una nariz ganchuda que soportaba en su extremo unas gafas de Gepetto— impartía como si fuera un sargento de marines. Que te sacara a la pizarra, señalándote con un índice acusador al grito de “a ver, usted, salga al encerado”, te hacía calibrar el terror que se debía sentir ante un pelotón de fusilamiento.

Me acordaba del abuelo Gregorio cuando, ese último día de agosto del 36, poco después de que empezara la guerra, sintió el terror y el frío en la espalda de un paredón en un lugar desconocido. Todavía hoy polvo de un cadáver tirado en cualquier cuneta. Madre no hablaba de ello. Nada decía de esa orfandad tan temprana e inexplicable en su mundo de comba y muñecas de trapo. Apenas tiempo tuvo de que su padre le arrullara con una nana. El abuelo Gregorio, todo lo supe por mi abuela, cantaba muy bien. “Era un buen hombre”, resumía a menudo con un tono de conclusión irrebatible. A veces la remataba con un suspiro tan profundo como la tristeza de esos pasajes de su vida. Madre heredó ese buen oído y una voz melodiosa que solo se quebraba cuando nos amenazaba con un zapatillazo ya fuera por una travesura o por alguna omisión de obligaciones. El aseo diario, lavarnos los dientes por la noche y hacer la cama. Poco más. No quería robarnos más tiempo al estudio del imprescindible que requería un mínimo de disciplina. No quería ver a mi hermana fregando como ella, ni a mí con las palmas de la mano plagada de callos y de bar en bar como ese padre vivo, no como el abuelo Gregorio, pero igualmente ausente.

"Nunca me gustaron los números ni tampoco las lentejas. Pese a la disparidad de enemigos este odio resultaba absolutamente equitativo. Toda mi fascinación, que despistaba entre los compañeros para no ser tildado de empollón —algo imperdonable en la orden del arrabal a la que pertenecía con orgullo— la absorbía las letras"

Nunca me gustaron los números ni tampoco las lentejas. Pese a la disparidad de enemigos este odio resultaba absolutamente equitativo. Toda mi fascinación, que despistaba entre los compañeros para no ser tildado de empollón —algo imperdonable en la orden del arrabal a la que pertenecía con orgullo— la absorbía las letras.  Veía el abecedario como veintisiete piezas de Lego que, en sus infinitas combinaciones, no planteaban ecuaciones ni problemas. Por el contrario, nutrían mis sueños y alentaban mi imaginación ¿Quién iba a seducir a Rosita, ese mi primer amor adolescente, con un logaritmo neperiano? Menudo disparate, como exclamaba la profa de Latín a poco que nos equivocáramos en las declinaciones. Pero sí me gané ese su beso casto e inolvidable, fugaz como acostumbra a ser la dicha, con un poema de rima en exceso consonante. Se lo dejé sin firmar -no hacía falta para saber su procedencia- encima del pupitre cuando todos habían salido ya al recreo. Me costó improvisar una excusa para demorarme en salir de estampida al patio como hacíamos de ordinario como una manada de cabestros ansiosos por devorar trenzas, bonys y bucaneros. Lo llevaba plegado de casa en un papel cuadriculado que guardé en el bolsillo de atrás, pero, con los nervios propios de un primer atraco, se me cayó en el pasillo. Solo pensar que alguien equivocado pudiera abrirlo multiplicó mi desazón más que la tabla del nueve. No fue así. Pasé de manera disimulada, o eso intenté con más voluntad que acierto, al lado de su carpeta de anillas abierta que dejaba a la vista su primorosa caligrafía. Allí abandoné esos calamitosos versos como poco después haría Rosita conmigo cuando se encaprichó de uno de COU que la llevaba y traía a clase en una Vespino. Contra eso no había Neruda que pudiera.

Acaso por las enfáticas lecturas que me sobrevenían, sin ser consciente de ello, cuando nos hacía leer de pie algún pasaje literario, doña Araceli debió intuir que había encontrado en mi un pupilo. Un diamante entre ese patatal de escolares asilvestrados. Doña Araceli solo era doña cuando alguno de los profesores o, por supuesto, la severa directora andaba cerca. En clase se le apeaba ese pomposo tratamiento que en nada se compadecía con aquella mujer que parecía salida de una portada del Fotogramas. Así nos lo pidió ella misma con el compromiso de que no trascendiera fuera del aula para evitar conflictos con la jefatura por una decisión unilateral que hubieran tomado por irrespetuosa. Ya tuvo lo suyo en el despacho de la rectora del colegio el día que, más Araceli y juvenil que nunca, apareció con una minifalda negra y unas botas altas. A doña Águeda, con esa cara de vinagre que imposibilitaba no anteceder el doña ni cuando era pequeña -si alguna vez lo fue- casi le da un infarto al verla. Y a mí, por distintos motivos y pese a mi sana juventud, también.

Asumí el riesgo de quedarme ciego del que tanto nos advertían y, peor aún, pese al cargo de conciencia, mancillaba con mis tocamientos el nombre de quien me había salvado ―todavía sin saberlo yo entonces― del naufragio de mi existencia cuando me aferré al salvavidas de la literatura. “La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida”. Ya no recuerdo quién lo dijo, pero se me enquistó esa certeza. Si Rosita fue el amor, doña Araceli fue el pecaminoso deseo. A su influjo le adeudaba ese primer beso a cambio de un poema con el que trataba de emular esos arrebatos y pasiones que se podían edificar con las palabras. A ella también le debía creer en el amor eterno. Bastaba con leerlo en un verso. También otras cosas mucho más prosaicas de confesionario y penitencia. Como eximente, bastante penitencia tenía con la que me suponía verla abandonar el colegio con el brazo del profe de Dibujo desmayado sobre su hombro. A Javier nadie le llamaba don Javier.

Ni tan siquiera doña Águeda hizo de eso batalla de tan joven e informal que le veía. Con melena, barba incipiente y tuteando a todo el mundo con tanta naturalidad que nadie se atrevió a reconducirle. Me irritaba su afabilidad, su predisposición a colaborar en cualquier cosa o causa, su desbordante simpatía con los demás sin graduarla en función de bedeles, alumnos o jefes de estudio. Ese abanico de virtudes me despojaba de argumentos para justificar tenerle manía por unos ridículos celos. De cómo había llegado a ese colegio nada se conocía. Era un misterio mayor que el de la Santísima Trinidad que el padre Alberto nos trataba de explicar ametrallándonos con sus perdigones de saliva. Una tarde, en el pasillo central jalonado de aulas a izquierda y derecha, se quedó tan petrificado como los pastores de Fátima cuando se les apareció la Virgen. Esa comparación surgió por las explicaciones que nos había dado en clase de Religión. Pese a la teoría de la materia que impartía, su reino sí parecía de este mundo como lo era el culo de doña Araceli que observaba con involuntario descaro. Le había nublado la fe y bloqueado los párpados. Solo las risas de un grupo que se juntó a ver la función le rescataron de su éxtasis y despertó una mala hostia tan acorde a su función de cura.

"Fui al cementerio y le dejé unas flores. No unas flores cualquiera. Nada de crisantemos tan propios de los camposantos. Fue una edición de bolsillo de Las flores del mal que ella me regaló al final del curso y que leí sin entender, pero fascinado por esa música que desprendían las palabras. “No importa entender la poesía, basta con que nos emocione”. Tenía razón. “El viento me arrastra / al abismo ciego / al amanecer sombrío / a un tiempo de ausencias / al dolor más fiero”. Todavía hoy lo recuerdo pese al azote del tiempo"

Doña Araceli murió antes de ver en mí los frutos de esa vocación. De ver cómo cogía el testigo de su legado. Me dolió enterarme tarde de su fallecimiento. Ese remordimiento de conciencia por no haberle mostrado mi gratitud en el momento adecuado me empujó a rastrear en esos endiablados inventos informáticos hasta que di con uno de sus hijos. Un veinteañero, el más pequeño según me dijo, que había optado por las ciencias. A buen seguro, le dio un mayúsculo disgusto para esa madre que contagiaba, a poco dispuesto que se estuviera, su pasión por las letras. Me contestó a un breve interrogatorio que aceptó de buen grado acaso todavía no recuperado de la sorpresa que le produjo que le localizara.

Fui al cementerio y le dejé unas flores. No unas flores cualquiera. Nada de crisantemos tan propios de los camposantos. Fue una edición de bolsillo de Las flores del mal que ella me regaló al final del curso y que leí sin entender, pero fascinado por esa música que desprendían las palabras. “No importa entender la poesía, basta con que nos emocione”. Tenía razón. “El viento me arrastra / al abismo ciego / al amanecer sombrío / a un tiempo de ausencias / al dolor más fiero”. Todavía hoy lo recuerdo pese al azote del tiempo.

Era una edición de Alianza Editorial que me costó encontrar entre los estantes de casa. Ni siquiera me atrevía a hojear sus páginas amarillentas que desprendían un aroma extraño, una mezcla de moho y nostalgias. Cuando lo hice, para mi sorpresa y estremecimiento, yacía en una hoja doblada de cuaderno otro poema, quizás dedicado a otra Rosita que ya ni siquiera transitaba por las estancias principales de mi memoria. El amor solo era eterno mientras duraba. Fue la enseñanza que extraje de la prosa de la vida.

Quizás ese tiempo de ausencias que ya evocaba en mi juventud, por lo que se desprendía de ese jirón del pasado en papel también cuadriculado prensado en el libro, sea una réplica del seísmo emocional que me embarga apenas cinco minutos después de sonar el timbre de mi última clase.  Este maestro, un vocablo demasiado grandilocuente que pronto se rebajó a la categoría de profe al que tutear, algo impensable en aquellos mis días de escuela salvo en el caso de Javier el de Dibujo, este poeta frustrado que transmitió a generaciones y generaciones los bellos universos literarios que fue incapaz de crear, se jubila.

El silencio se ha derramado sobre el instituto de manera excepcionalmente sepulcral. Al principio he pensado que mi abstracción y pesadumbre me habían trasladado ya a un planeta alejado de ese microcosmos de exámenes y de esperanzas en haber sido una doña Araceli para cualquiera de ellos. Sin embargo, no parece probable. El griterío de la chavalería al final de la jornada del viernes, relamiéndose con la expectativa del fin de semana, se sobrepondría a cualquier éxtasis.

Solo la cremallera de la cartera, donde he guardado carpetas con folios de apuntes como si el lunes fuera como cualquier otro, ha profanado esa inquietante calma. Echo un último vistazo al aula, respiro hondo como para llevarme la esencia de lo que fue mi vocación y giro el picaporte con el sigilo de un ladrón. Ese mínimo movimiento obra de interruptor para que explosione la algarabía. A un lado y otro del pasillo están apostados alumnos de ahora y de antes, compañeros y compañeras del centro, cada uno con un libro de la biblioteca que exhiben en alto, a moda de espadas en los desfiles de la realeza. Un atrezo que agradezco sin casi levantar la mirada por el rubor de esa festiva e inesperada despedida. Algunos chocan mi mano, otros me desean suerte. Quizás no lo hice tan mal, doña Araceli, acaso, como usted decía, basta que uno solo de ellos ame la literatura para saber que todo mereció la pena. 

*Tercer premio en el II Concurso de Relatos de Morata de Tajuña

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Comentarios

Juan
hace 5 días

Merecido premio, relato descriptivo y muy bien escrito.

Teresa Ordás
hace 4 días

El tiempo ha puesto tus recuerdos solopados con los míos. ¿Eras tú quien me dejó un poema? Creo que doña Araceli era la hermana Teresa… qué placer leer para ella las redacciones que escribí con esmero en casa… y don Urbano, hermana San Idelfonso…
Qué delicioso relato, Germán. Felicidades por él y por el premio